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Es la insurrección política española de diversas ciudades levantinas
y andaluzas que pretendían constituir una federación de cantones
autónomos (1873-1874). Tras el nombramiento del federalista Pi i
Margall como presidente la Primera República, sus más impacientes
seguidores exigieron la creación inmediata de la República Federal,
al tiempo que le acusaban de pasividad.
El 12 de julio estallaba la insurrección en Cartagena y el 14 en
Murcia. La ciudad de Murcia, difícil de defender militarmente, caerá
enseguida en manos de los centralistas. En Cartagena, sin embargo,
el Cantón Murciano se hará fuerte. Federales intransigentes tomaron
el Ayuntamiento y nombraron una Junta Revolucionaria; dueños de la
ciudad, se apoderaron del arsenal y del puerto con toda la Flota
española. Días más tarde, el general Contreras asumió el mando
militar de las fuerzas sublevadas, mientras los cantonalistas
elegían jefe del cantón a Roque Barcia. En medio del levantamiento
cantonal, el proyecto de constitución federal era rechazado por las
Cortes. Pi i Margall dimitió, acusado de complicidad.
En los días siguientes, la insurrección cantonal se agudizó y
extendió a numerosas ciudades: Valencia, Castellón, Sevilla, Cádiz,
Alicante, Granada, Salamanca. Nicolás Salmerón, nuevo presidente,
dedicó todos sus esfuerzos a sofocarla. Los generales Manuel Pavía y
Rodríguez de Alburquerque y Arsenio Martínez Campos tomaron uno a
uno todos los cantones (26 de julio a 8 de agosto). El cantón de
Cartagena resistió el asedio desde agosto, mientras por su parte
bombardeaba la ciudad de Alicante (27 de agosto) y se enfrentaba al
gobierno (10 de septiembre). El Cantón Murciano se mantuvo
independiente hasta el final de la Primera República. El presidente
republicano Emilio Castelar tampoco pudo doblegarlo. Sólo se
rindieron tras el golpe de Estado del general Manuel Pavía, al
serles prometido el indulto general y el reingreso en el Ejército de
los militares sublevados (13 de enero de 1874). Muchos cantonalistas
fueron deportados, y la represión posterior fue absolutamente cruel
y feroz, llegando a condenarse al abandono en islotes desiertos a
muchos procesados cantonalistas murcianos y cartageneros, según
testimonios documentales de la Audiencia de Albacete que ha
investigado el crónista oficial de la Región de Murcia, Antonio
Pérez Crespo. La ciudad de Cartagena sufrió un asedio inhumano, que
no dejó prácticamente ninguna casa en pie. La población de Cartagena
y el ejercito cantonal demostraron una heroicidad que tienes pocos
parangones en nuestra historia reciente.
Los cantones suprimieron monopolios, reconocieron el derecho al
trabajo, la jornada de ocho horas y terminaron con los impuestos
sobre consumo (derecho de puertas). Las tendencias socialistas y
anarquistas no consiguieron imponerse. Sólo en Cádiz, Sevilla y
Granada los internacionalistas tuvieron cierta influencia.
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Antonete Gálvez, padre de la Patria
Murciana |
Antonio Gálvez Arce nació en la pedanía murciana de Torreagüera el
19 de junio de 1819. De familia huertana, un elemental progresismo
paterno pronto caló en el hijo, que a los quince años admira al
vizconde de Ruerta, liberal dinástico y comandante de la Milicia
Nacional. Tuvo también por mentor al marqués de Camachos, cuyo
progresismo avanzado quedó mitigado cuando el conde se adhirió a la
Unión Liberal, primer paso para el desencanto sufrido por Antonete,
aún cuando todavía reprimido por el ilusorio efecto de La Gloriosa,
cuya frustración llevaría al joven Gálvez a un difuso republicanismo
pronto teñido de ideología federal, a partir de la que y por vida,
mantendría invariable su utopía.
Aún cuando la dilatada existencia de Antonete fue zarandeada
llevándole desde la lucha armada a la conspiración permanente, y
entre una y otra a la emigración durante la que los juzgados
tramitaban las diversas «sumarias» instruidas al rebelde, su arraigo
a la tierra nativa y a la familia que en ella fundó, fue proverbial.
que no en vano la próxima sierra de Miravete quedaba a un tiro de
piedra de su casa. En 1843 había contraído matrimonio con su prima
hermana Maria Dolores Arce Tomás, instalándose el matrimonio en el
Huerto de San Blas, en Torreagüera, una hermosa propiedad de don
Enrique Guillamón, prominente liberal capitalino que siempre mantuvo
para con su colono invariable afecto, extremado al aceptar las
inevitables demoras cuando no con donaciones en el pago de las
rentas, accidentes que forzosamente imponía la agitada vida del
revolucionario, nunca próspera en lo económico.
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Seis hijos trajo al mundo María Dolores, de ellos dos muchachos
marcados por el trágico destino. Antonio moría a los 18 años,
manipulando pólvora en el Huerto, y Enrique, inseparable de su padre
en los años de luchas montaraces, exilio y huidas precipitadas,
también murió joven, contando con 34 años.
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De "La Gloriosa" a Miravete |
Antonete estaba comprometido en la conspiración antidinástica
mantenida por los grupos «monárquicos democráticos progresistas» que
dirigía el deán don Jerónimo Torres. De esta suerte, cuando Antonete
conoce el 26 de septiembre de 1868 la llegada del general Prim a
Cartagena a bordo de la fragata Zaragoza, se baja hasta
Murcia con quinientos mozos de Torreagüera y Beniaján, aparición que
conturba a los capitalinos, el deán incluido, que todavía no ven
claro el final de la aventura y, por lo mismo, andaban remisos de
dar el salto revolucionario. Además los conspiradores temían la
llegada a Murcia de fuerzas del Gobierno, al mando del general
Lassausaye.
Antonete, ante la curiosa y poco brillante situación que los
burgueses antidinásticos han creado, obra por su cuenta y reemprende
la marcha, esta vez a la estación de Beniaján, dispuesto a
enfrentarse con las tropas que el general manda. No hubo tal, sin
embargo, porque conocida la disposición belicosa de Gálvez, el
ejército no sale de Cartagena y el general Lassausaye prosigue en el
tren viaje a Madrid, no sin antes saludar a Antonete en la estación
de Alquerías.
Restablecida la nueva situación, el Ayuntamiento se constituye,
incorporando al ya concejal Antonete, quien, por otra parte, se
ocupa de organizar la Milicia, siendo designado comandante de uno de
los tres batallones proyectados, en tanto los políticos
antidinásticos tratan de jugar un ingenuo populismo, incorporando al
huertano de Torreagüera a su Comité cuando, con notable antelación
ya venía Gálvez desde el otoño del 68 integrando las comisiones,
consejos, comités, etc., de los grupos republicanos no
específicamente delimitados, aún cuando el movimiento federalista
había dado público testimonio con el acto político que el marqués de
Albaida celebró en el Teatro de la Soberanía Nacional -que así había
sido rebautizado el Romea- atrayendo para la nueva causa a los ya
republicanos Poveda Nouguerou, Herrera Forcada, José Cayuela y,
desde luego, a don Antonio Gálvez Arce, incomodo en aquel
Ayuntamiento donde sus proposiciones sobre por ejemplo, el
matrimonio civil, o la libertad de cultos, habían naturalmente
naufragado en aquellas pacificas.
A partir de «La Gloriosa», Antonete Gálvez quemó etapas. Ya
abrazado al ideario de la República Federal, participa representando
a los federales de Murcia, con sus amigos Poveda y Diego de Rueda,
en las reuniones federales de Córdoba donde suscribirá, con las
provincias andaluzas y extremeñas, el histórico Pacto Federal.
A partir de él la conspiración dirigida por Castelar, Figueras y
Qrense acelerará sus propósitos rabiosamente subversivos a los que
Antonete, conociéndolos, se entrega sin reserva. Así que el 30 de
septiembre, nuestro huertano tiene entre las manos, con la firma de
los tres mosqueteros de la subversión, el siguiente mensaje: «En
el momento que reciba ésta, se alzará en armas, con la bandera
republicana democrática federal considerándose así asunto grave cada
día que pasa sin que lo efectúe». Y aquí comienzan las aventuras
de la sierra de Miravete.
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Sublevado por Gálvez, el tercer batallón de Voluntarios de la
Libertad llega a la estación de Beniaján apoderándose de la
munición allí depositada, mientras su segundo, Poveda Nouguerou,
aparece con los suyos en la de Espinardo, requisando cien fusiles de
los Nacionales. El primero de octubre Antonete ha situado al
batallón en la sierra, en tanto que las huestes de don Jerónimo
Poveda son disueltas por éste desistiendo de subir a Miravete,
escondiendo el material de guerra, y burlando a la Guardia Civil que
había iniciado la persecución de sus milicianos, a los que cita para
reaparecer donde ya se instaló Antonete, al que el Gobernador Civil
emplaza la rendición en término de seis horas que naturalmente el
rebelde rechaza. Todavía sin disparar un tiro, los ochocientos
rebeldes tienen enfrente a compañías de los Regimientos de Reus,
Cazadores de Córdoba y Ciudad Rodrigo, Carabineros, Guardia Civil y
hasta Lanceros.
Las acciones dan comienzo el día 2 de octubre sin resultado
positivo. Reemprendido el ataque de las tropas al día siguiente, el
Gobernador abre un nuevo plazo de tres horas que Antonete vuelve a
desdeñar.
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Pero las fuerzas atacantes dirigidas por el comandante Aldea recién
llegadas, inician una operación envolvente que finaliza con éxito el
día 4 de octubre, lunes "negro" para la partida de Antonete que ha
de escapar para esconderse en el caserio de Cañadas de San Pedro, en
tanto que los mozos de la partida regresan a sus viviendas próximas
La acción bélica de Miravete, donde encontraron la muerte cinco
milicianos y otros cinco fueron hechos prisioneros, tuvo para las
gentes un ambiguo efecto; una ola de compresión -«tomaron parte
sin medir las consecuencias» decíase de los combatientes, que
llevó incluso al Ayuntamiento a intervenir en favor de los
apresados, aduciendo «sus conocidos sentimientos liberales».
En cuanto al lider, Antonete, disimulados los juicios sobre su
comportamiento, nada de él se sabía, salvo que había escapado
indemne de los últimos combates.
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Emigración, ruptura y al monte otra
vez |
Gálvez escapó desde Torrevieja a Argel, recalando en Orán, puerto
familiar para los murcianos que traficaban el contrabando de tabaco,
mientras que la justicia española ponía en marcha su procesamiento
acusándole de sedición y «sublevación en sentido republicano en
Beniaján y Torreagüera», actuaciones que pronto quedaron en nada
al beneficiarse el emigrado de la amnistía de marzo de 1870,
regresando al Huerto de San Blas entre el entusiasmo de multitud de
correligionarios y amigos. La Huerta entera fue fiel a Antonete,
incluso hasta después de su muerte.
En los meses siguientes al retorno, la personalidad del líder
sobresale como indiscutible adalid del federalismo en Murcia y con
ello afirma un carisma indiscutible en la política local, que
entregada al partido no cesa en los trabajos de organización y
propaganda; organiza comités e interviene en actos públicos, sin
abandonar sus actividades cotidianas en el circulo Miravete,
entusiasta club federal.
Habiendo resuelto la Asamblea Nacional del partido pronunciarse a
propuesta de Pi y Margall por la República federal y no la unitaria,
como forma de gobierno, Antonete entra en la agitación electoral al
presentar su candidatura al Parlamento obteniendo el acta de
diputado. En aquellas Cortes donde los republicanos federales habían
obtenido más de ochenta representantes, experimentó Antonete sus
primeras frustraciones, pues al fracaso de una insurrección
levantada por los republicanos en El Ferrol, le siguió en el propio
Parlamento la condena de la revuelta dictada por don Francisco Pi y
Margall, presidente además del Directorio federal. Antonete,
encolerizado, rompió con Pí y Margall comunicándole que «no
reconoce para nada la autoridad» del órgano directivo, rompiendo
también con la organización partidaria.
Aquellas ambiguas cortes de 1872, en cuya apertura el manifiesto
regio de Amadeo I había anunciado la abolición de las quintas, que
esquilmaban a los hijos de las familias murcianas, mandándolos a
morir en guerras en las que nada tenían que ver. Pocos días después
recibieron esas cortes el proyecto de ley enviado por el Gobierno de
don Manuel Ruiz Zorrilla llamando a una quinta de 40.000 españoles
para atajar la rebeldía colonial, el carlismo ebullente, el país
inquieto y los republicanos intransigentes. En Murcia, como en otros
sitios, la irritación de los movilizados estimuló, con la oposición
a la leva, el grito por la República libertadora. Los "quintos"
huertanos reavivan el recuerdo de Miravete y, con él, vuelven su
mirada a Gálvez, cuyos 53 años no son obstáculo para levantar una
partida de 500 parciales, entre veteranos y quintos.
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Anda tú, si quieres...
No he d'ir, por mi gusto, si en crus me lo ruegas,
por esa sendica por ande se jueron,
pa no golver nunca, tantas cosas güenas...
Esperanzas, quereres, suores...
¡Tó se jué por ella!...
Por esa sendica se marchó aquel hijo
que murió en la guerra...
Vicente Medina, Cansera
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La Huerta de Murcia vive un clima revolucionario. Desde la Cresta
del Gallo al Cabezo del Buitre, el estratega Antonete distribuye
efectivos, vivaquea la tropa, encarga a su hijo Enrique de la
armería y espera. Días después un confidente le avisa de la columna
que subirá a por él, en una auténtica "caza del hombre"; Guardia
Civil, Carabineros y soldados del Regimiento de Reus, lo que
equivale a dejar indefensa la capital. Y sin pensarlo dos veces
Antonete baja hasta las calles murcianas y toma la capital con
doscientos huertanos, mientras el muchacho Enrique, con el resto de
quintos y veteranos, consigue mantener distraídas a las tropas del
Gobierno. No obstante, la partida estaba perdida de antemano por la
desigualdad de fuerzas existente a favor de los centralistas.
Disuelta la fuerza rebelde, y con Antonete una vez más indemne, aún
se mantuvo por tres meses en la sierra.
En la Nochebuena de 1872 escapó de milagro frente a un pelotón de la
Guardia Civil, que en busca y captura venían empleándose por los
poblados de la huerta en una feroz campaña de represión de los
rebeldes.
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El 12 de febrero de 1873, cuando la ciudad de Murcia es un
bullicioso festival donde los huertanos de las pedanías
confraternizan con la menestralía y el conjunto ciudadano se daba a
la encendida ilusión de la tan suspirada República, el más admirado
de sus ídolos, ya convertido en leyenda viva del murcianismo
federalista, no aparece por ninguna parte.
La concentración masiva de entusiastas ante el Ayuntamiento y la
comitiva cívica que después llegaría hasta el Gobierno Civil no
acertaban a suplir la ausencia de Antonete Gálvez, así que algo
mustios los federales y disimulando sus reservas para con el nuevo
Gobierno en el que entraron cuatro ministros procedentes del régimen
anterior, los correligionarios de Antonete no las tuvieron consigo
hasta que el líder imprescindible apareció en la tarde del 16 de
febrero, jinete de jaca blanca y rodeado de sus fieles; Enrique
Tortosa, el Merguizo, con los fusileros dándole guardia de
honor. Llegada la comitiva a la plaza de Chacón, donde estaba el
Círculo Miravete, enfervorizó a la multitud con un discurso: «¡Y
yo os digo que con la República se acabarán los partidos, y sólo
quedarán los hermanos, todos unidos por la fraternidad!».
No menos apoteósica fue la entrada de Antonete en Cartagena, donde
fue trasladado a hombros por la multitud a través de la calle Mayor
cartagenera.
Cartagena está tomada por el prócer Prefumo, republicano unionista
que el día glorioso ya se había destapado gritando a los
entusiastas: «¡Nada de gritar vivas a la Federal, ya dirán las
Cortes si ha de ser federal o no». En tales estados de ánimo se
comprende que los republicanos radicales de Cartagena, federales o
próximos a éstos, hicieran de aquel tercer día de Carnaval un fasto
memorable.
De regreso a Murcia se entregó Antonete a una extenuante actividad
en evitación de los veniales disparates que acontecían en algunos
pueblos de la provincia: reparto gratuito del tabaco, supresión de
impuestos municipales, ceses de serenos, e incluso separación de
Iglesia y Estado. Asumiendo el mando de los Voluntarios de la
Libertad, Gálvez aplacó ánimos y, salvo algún ingenuo exceso, impuso
calma y moderación. En el siguiente mes de marzo volvió a obtener el
acta de Diputado a Cortes.
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Designado presidente de honor del Partido Federalista Murciano,
su ilusión por una España federal exultó cuando en el Congreso de
los Diputados vive la histórica sesión del 6 de junio, en la que se
establece la República Federal como forma de gobierno. Pronto sin
embargo quedó claro que para el Gobierno recién constituido tenía
otros porque su política pronto se manifestó enérgicamente
centralista y desabrida cuando no manifiestamente opuesta a
cualquier veleidad autonómica.
Antonete adquiere conciencia del
fraude y abandona Madrid, no sin antes advertir la catástrofe que se
avecinaba.
Había regresado a Murcia ya comprometido con don Roque Barcia, el
agitador y el general Contreras, estratega del plan revolucionario
cantonal. A Gálvez se le encargó el levantamiento de Cartagena en
tanto que don Jerónimo Poveda haría lo mismo con la ciudad de
Murcia, que efectivamente se alzó cuando el federal Saturnino
Tortosa, capitán de Voluntarios, entró con estos en el Ayuntamiento
para izar en el balcón del Ayuntamiento la bandera roja de la
Federación.
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Admitida por el Gobernador Civil la ocupación del Concejo, cedió a
la Junta Cantonal presidida por Poveda la situación en la capital de
la provincia. La situación empieza a deteriorarse porque los
contribuyentes no pagan arbitrios y tasas por lo que don Jerónimo
Poveda publicó, en nombre de la Junta Revolucionaria, un bando
apremiando a los morosos para el inmediato pago «por todo el día
de hoy y mañana» de las deudas municipales, conminando con el
apremio a cargo de los Voluntarios de la República. Sin mayores
alteraciones, a los veintinueve días de euforia cantonal se supo de
la próxima llegada de las tropas del general Martínez Campos, camino
de Cartagena, la Junta Revolucionaria de Murcia, reunida en sesión
de urgencia, adoptó el acuerdo de su disolución, ante la
imposibilidad de defensa de la ciudad. Los cantonalistas murcianos
huyen a Cartagena, cuya defensa era más posible.
También en aquel ya histórico 12 de julio, Cartagena asumía el
verdadero protagonismo cantonal. La Junta Revolucionaria, que como
primera medida había dispuesto clausurar los fielatos y abolir los
consumos, nombraba a Antonete Gálvez Comandante General de todas las
Fuerzas de Mar y Tierra de la plaza y departamento, poniendo a su
disposición cuatro mil y pico de quintales de pólvora, 180.000
proyectiles y 533 piezas de artillería.
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Los cabotajes de Antonete |
La presencia en la dársena de Cartagena de lo mejor de la armada
española, cinco fragatas, una corbeta y dos vapores, atrajo la
inmediata atención de Antonete, que, sin dudar y con la compañía de
su hijo Enrique, escala los navíos, salta a las cubiertas y con
encendidas arengas subleva para el Cantón a las tripulaciones. Con
la adhesión de la marinería, Antonete no pone reparo alguno cuando
en la noche del día 13 el ministro de Marina, recién llegado a
Cartagena, propone a Gálvez subir a los navíos para dirigirse a los
sublevados, pero la arengas del vicealmirante Aurich no recogen
afecto alguno, y el ministro, a bordo de un remolcador, tiene que
abandonar Cartagena.
En el transcurso de su aventura cantonal,
Antonete alternó sus descubiertas por tierra, con las
expediciones navales, aún cuando éstas no fuesen más allá de
modestos cabotajes emprendidos con el doble propósito de
incorporar localidades al cantón, y recaudar fondos o
«contribuciones de guerra» para mantener el Cantón Murciano
independiente.
Alicante, Torrevieja, Águilas, Mazarrón o Vera conocen en unas
ocasiones, la arribada de la fragata Victoria, y otras la del
vapor El Vigilante. En estas incursiones, el «Comandante»
Antonete rodeado de un modesto Estado Mayor en el que nunca falta su
hijo, cumplimentará a las autoridades y obtendrá con más o menos
persuasión fondos para sostener la economía cantonal. Unas veces,
como en su visita a Alicante, constituye un efímero Comité de
Salud Pública, o desembarcando en Torrevieja se demora varios
días porque sus vecinos habían pedido incorporarse al Cantón
Murciano.
Salía El Vigilante de Torrevieja con Antonete a bordo, y el
entusiasmo cantonal se encuentra enardecido tanto por la buena
disposición de sus correligionarios como por la recaudación de
80.000 reales recogidos de la administración de las Salinas y de la
Aduana. Es en este momento cuando Gálvez experimentó por única vez
en su vida el sentimiento, aunque por muy breve tiempo, de pérdida
de la libertad. El Gobierno de Madrid había llevado a las Cortes un
Decreto declarando piratas a los barcos del cantón. Y aconteció
también que una fragata alemana, la Friedrich-Karl, mandada por el
comodoro Werner, zarpó de Alicante para esperar a El Vigilante
frente al puerto de Cartagena. A la llegada del barco cantonal, el
comodoro germano intima al «barco pirata» y sometiéndolo, detiene al
«Comandante» Antonete. El suceso es tan espectacular que será
difundido a toda Europa por la Agencia Fabra. La aplicación por el
marino de las convenciones internacionales sobre piratería, bandera
roja o pabellón desconocido, sirve para legitimar la captura. Los
germanos se incautan de las «contribuciones de guerra». Sólo la
ulterior negociación entre el comandante alemán y el propio Antonete,
como comandante del vapor armado Vigilante, consigue la libertad de
los prisioneros, y la devolución de las cantidades intervenidas,
pero quedándose los alemanes con el barco cantonal.
Cuando tras la espectacular situación que se convierte en incidente
internacional, Gálvez pisa tierra en Cartagena, «sobre los
hombros de voluntarios, soldados y paisanos, fue paseado por las
calles con un música delante entre el entusiasmo más indescriptible
de la inmensa multitud que le seguía».
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Incursiones tierra adentro |
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La aventura cantonal en la provincia de Murcia provocó diversidad de
situaciones en cada municipio. La organización del Cantón Murciano,
con capital en Cartagena, condujo a establecer en esta ciudad lo que
los cantonales denominaron Directorio Provisional, integrado
por el general Contreras, Antonete Gálvez, Eduardo Romero y varios
diputados y militares más. Pero tanto la estructura como la indecisa
actividad del Directorio no satisfacían a Gálvez, quien, de acuerdo
con el general Contreras, que ya ocupa el cargo de jefe militar del
cantón, proyecta nuevas operaciones militares, entre otras razones
por la apremiante necesidad de apoyos y de recursos económicos. El
objetivo es la consolidación territorial del Cantón Murciano.
A la necesidad de afianzar la vinculación de los municipios adictos
al cantón, corresponde la acción sobre Lorca que prepara
Antonete. Para ello forma una tropa de dos mil hombres, entre
voluntarios de Murcia y Cartagena, soldados del batallón de
cazadores de Mendigorría, y carabineros. Residía en Lorca por
aquellas fechas el obispo de la Diócesis, D. Francisco Landeira,
cuya natural hostilidad al cantonalismo se acentuó, aparte del
allanamiento que hubo de soportar el Palacio episcopal por los
milicianos de Tortosa y el propósito rumoreado de apropiarse la
Junta murciana de los bienes de las fundaciones del cardenal Belluga,
por las tropelías que en diversos lugares de la provincia se
cometían, basadas en el anticlericalismo de los republicanos.
Cuando Antonete entra en Lorca con los suyos no encuentra excesivos
apoyos. Su intención fue entrevistarse con el obispo, pero éste
rehusó el encuentro. Por otro lado, las autoridades municipales
abandonan la ciudad para no encontrarse con Antonete. Ante este
panorama los cantonales promueven la formación de una Junta de
Salvación, que el Ayuntamiento lorquino disuelve una vez que
recupera sus poderes, a la marcha de Antonete.
Distinta suerte correrá Antonete en su acción sobre Orihuela.
Esta ciudad era nido de carlistas, con una pequeña aristocracia
altivamente realista y, para más complicación, habitada por
consecuentes federales.
Conocidas por el gobernador militar de Alicante las intenciones de
Gálvez, esperó a las columnas cantonales murcianas con una tropa de
Guardia Civil y carabineros a caballo. Los cantonales, sin embargo,
operaron de tal suerte que consiguieron entrar en Orihuela sin
disparar un tiro, hasta confluir en la Glorieta con la Guardia
Civil, encuentro saldado con victimas por ambos bandos, con la
derrota y posterior retirada de las fuerzas del Gobierno.
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En la Cartagena Cantonal habían dos gobiernos diferentes: el
Gobierno propio del Cantón Murciano, y el Gobierno Republicano de la
Federación Española.
A la Junta Cantonal de los primeros momentos, presidida por el
cartagenero don Pedro Gutiérrez, sucedió el Gobierno Provisional
presidido por el general Contreras, con Antonete ostentando el cargo
de ministro de Ultramar, y don Roque Barcia, la vicepresidencia.
Pronto surgieron reservas entre los dirigentes cantonales, y para
disiparlas se crea un híbrido por fusión del Gobierno y la Junta,
denominado Junta Soberana de Salvación Pública, cuyas
actuaciones complicaron más las dificultades que venían
obstaculizando el funcionamiento de los servicios: abastecimientos,
sanidad, orden público, etc.
En otro orden de problemas, la escisión entre civiles y militares de
profesión, comenzó a manifestarse cuando éstos comenzaron a
desconfiar de las posibilidades profesionales que el Cantón les
brindaría en un futuro no precisamente esperanzador; el descalabro
que la columna cantonal mandada por el brigadier Carreras sufrió en
Hellín, no desembocó en catástrofe gracias a los huertanos de
Antonete, quien, presente en el intento desertor de los artilleros,
restableció la normalidad.
A partir del cerco que el general Martínez Campos puso a Cartagena,
un enrarecido ambiente impregnó el campo cantonal: los políticos
tibios del tipo de Barcia buscan la salida a cualquier precio, y a
los militares sublevados el Gobierno Central prometió el perdón y un
destino en ultramar. Y en este clima de entreguismo y sálvese quien
pueda, Antonete endurece su perfil de luchador incorruptible, lo que
le llevó a cometer algunos errores en su ansia por resistir a la
brutalidad de las tropas centralistas.
La traición de algunos de los militares hasta entonces fieles al
Comandante Antonete, forzará aún más los acontecimientos.
Pisando ya el final de la aventura, Antonete detiene el 11 de enero
a los miembros de la Junta Soberana, incluido Barcia. Y al siguiente
día 12 de enero de 1874, desmanteladas las defensas, el general
López Domínguez hace su entrada en la plaza de Cartagena, a la vez
que Antonete, fracasado ese mismo día en su desesperado propósito de
recuperar el castillo de Galeras, escapa a tiro limpio, y llevando a
su hijo herido, de los soldados del regimiento de Iberia, para
saltar a la Numancia que con más de mil fugitivos a bordo y
rompiendo el bloqueo de sus hermanas Carmen y Victoria, emproa a las
seis de la tarde la ruta de Orán.
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Aún en la irrealidad, el general Contreras había ordenado al
«almirante» Colau cursar desde la Numancia el siguiente despacho al
Gobierno General de Argel: «Gobierno provisional de la Federación
española interesa protección noble nación francesa». Pero ésta
no tuvo para con los visitantes otras consideraciones que las
mínimas impuestas por un no excesivamente sensible sentido de la
hospitalidad.
El comandante del puerto, tras inutilizar las máquinas de la
fragata, recibió a los fugitivos entre una doble fila de zuavos con
las bayonetas caladas.
Contreras, Ferrer y Gálvez fueron internados en Orán, y los demás
distribuidos por fortalezas, campos de concentración y presidios.
Los días argelinos de Antonete le sumieron en una penosa melancolía.
Sin saber dónde había recalado su hijo, hasta encontrarle
hospitalizado, hubo de soportar también los rumores nacidos entre
los emigrados y que después llegan a España. Hablaban de rapiña;
joyas, efectos, dinero en los petates.
Antonete, ya encausado por los delitos de sedición, rebelión,
etcétera, apareció relacionado en una comunicación del Gobierno
remitida al Juzgado de Murcia que inventariaba efectos y piezas de
tela que los franceses le habían encontrado.
La acción judicial le persiguió con acumulación de diversas
imputaciones; los Juzgados de Murcia, Cartagena, Hellín, Totana y
Lorca, la Fiscalía militar, en fin, se le acusaba de «innumerables
delitos».
Sobreponiéndose a los rumores y denuncias, Antonete Gálvez conectó
con amistades que le facilitaron faluchos para emplear en el, por
otra parte, tan conocido por los huertanos negocio del contrabando.
Y en cuanto a su permanente desazón política, sobre reagrupar
federales, crear juntas, etcétera, trenzó contactos con los
carlistas que también huidos circulaban por Argel. Estas maniobras
denunciadas por las autoridades españolas al Gobierno francés,
determinaron la reclusión de Antonete en Guelma.
Tiempo después, Gálvez reaparece en Suiza y, por último en su casa
de Torreagüera, acogido al indulto firmado por Alfonso XII.
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Las últimas energías de Antonete |
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«Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los
imprescindibles»
Bertolt Brecht
Escritor alemán (1898-1956)
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Años más tarde, lejos la aventura cantonal, y
convencido de la falta de condiciones para nuevos intentos
revolucionarios, se recluye dedicándose a la minería y otras
actividades privadas. No obstante, estuvo relacionado con la
sublevación republicana del castillo militar de San Julián de
1896. Nuevamente encontramos a Gálvez huido y sumariado a
muerte. Y una vez más elude la ejecución de la pena acogiéndose
al perdón regio en 1891, que, como en ocasiones anteriores, se
trata de un indulto oportunista que lo que persigue es evitar
que renazca de sus cenizas el murcianismo más combativo y
revolucionario.
Al regreso de la que sería su última forzada ausencia, Antonete
Gálvez, arropado por las gentes, encuentra sin embargo un
Partido Federalista Murciano languideciente, al que el retorno
del líder parece reanimar. Se suceden actos conmemorativos del
regreso con participación, además, de todos los republicanos de
la provincia murciana, ya que los federalistas andaban
coaligados con los demás partidos antimonárquicos.
Ya en las postrimerías de su vida, aún tiene
Antonete arrestos para embarcarse en nuevos proyectos, pero
desprovistos de los antiguos radicalismos de que siempre hiciera
uso. Y es ahora cuando el huertano que nunca dejó de ser vuelve
la mirada hacia los múltiples problemas que afligen a los
arrendatarios de tierras en la huerta. Los huertanos, y bien lo
sabía Antonete, venían padeciendo secularmente tanto las
relaciones con los amos de las fincas (sobre todo, la iglesia y
la aristocracia castellana) como lo que era peor y mucho más
duro e injusto, que eran los desafueros a los que les sometía el
poder público: contribuciones, fielatos, variados arbitrios
municipales, derramas, etc., que ahogaban y afligían a las
familias murcianas de la huerta, que veían como el sudor de su
trabajo marchaba en alforjas lejos de su tierra.
Y un domingo, «invitados por no sabemos quién», dijo la
prensa, se concentraron en el Café del Sol representantes de la
Huerta, presididos por don Antón Gálvez Arce, para promover la
constitución de una asociación en defensa de sus intereses
agrarios. Se trata de un importante precedente del
asociacionismo agrario en la península, que causa auténtico
pavor a las oligarquías y a los poderes públicos de la época.
Antonete les estimuló en la moderación y en que demostraran
«pruebas de cordura». Meses después quedó bloqueado el proyecto
y, cuando llegaba el verano, los recaudadores municipales, los
conocidos “aflegiores”, con el amparo de la Guardia
Civil, aplicaron lo que la prensa de la época calificó como la
«ley bárbara»: la recaudación a mano armada, casa por casa, del
fruto del trabajo y sufrimiento de tanta familia murciana.
En cuanto a la política habitual, discurría por nuevos cauces.
Los federales, dominados por los republicanos zorrillistas
sufrían las jugarretas de estos últimos, entendidos y vendidos a
los conservadores de Cánovas del Castillo. El sistema caciquil,
que hundía sus raíces en la “Reconquista”, funcionaba en esos
años perfectamente lubricado. Se habían convocado elecciones a
diputados provinciales, concurriendo Gálvez en las listas de la
coalición republicana. Requerido por el gobernador canovista
para que renunciase a la elección, se negó el anciano Gálvez,
pero los jerifaltes de la coalición que antes lo habían incluido
en su candidatura, retiraron el nombre, cediendo a presiones y
amenazas, so pretexto de presentarlo a las elecciones a
concejales que, efectivamente, ganó en el otoño de 1891.
Llegaba Antonete a la ancianidad envuelto en los desengaños
políticos y lacerado por las desgracias familiares; la muerte,
que le venía segando la familia, se llevó aquel verano a la
única hija soltera con quien vivía. Al siguiente año fallecía
Enrique, auténtico héroe cantonalista.
La ruina económica le corroía, y la soledad del hogar amargaba
sus últimos años. Son los años del “león cansado”.
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