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EL AFÁN POR EL PODER MUNICIPAL: AGRICULTORES, GANADEROS Y CONSTRUCTORES / Tomás González

Este trabajo de Tomás González consta de ocho artículos diferentes, y se inspiran en en la obra de los historiadores Mª Teresa Pérez Picazo y Guy Lemeunier "
El proceso de modernización de la Región Murciana (siglos XVI-XIX)".
 
 

 

1


Dice Guy Lemeunier en su libro “Los señoríos murcianos” que, tras la ofensiva antiaristocrática de los Reyes Católicos, se genera el hundimiento del Marquesado de Villena (Jumilla) y el desvío de la expansión de los Fajardo (Mula, Alhama, Librilla, Cartagena) hacia las tierras granadinas y el realengo se extenderá sobre la mitad del territorio murciano. Además, la mayoría de los grandes señoríos presentan un carácter particular: son encomiendas de las Órdenes Militares (una de San Juan, una de Calatrava y ocho de Santiago: Totana, Caravaca, Moratalla, Cieza, Ricote, Calasparra, Archena, Socovos, Yeste, Segura, Abanilla), cuyos titulares vitalicios cesan poco a poco de residir en la región e interfieren, por consiguiente, muy débilmente en la política municipal salvo excepciones. El Comendador está interesado, sobre todo, por el pago de una renta alimentada esencialmente por el diezmo eclesiástico, gestionada por alcaides, administradores y arrendadores bajo el control del Consejo de las Órdenes y de la jerarquía administrativa que depende de él. Por tanto, la institución fundamental del Reino de Murcia no es, pues, el señorío, como en Valencia, sino el “gran municipio” de realengo o de Orden Militar.

Los señoríos laicos no incluyen más que un habitante sobre diez y se encuentran estrechamente localizados. Se pueden dividir en tres grupos: los más antiguos se remontan a los primeros tiempos de la Reconquista o, como más tarde, al siglo XIV. Es el caso de los numerosos señoríos próximos a la capital (Molina, Ceutí, Alguazas, Cotillas, Alcantarilla) y de algunos otros antes enclavados en el Marquesado de Villena. Algunos se han establecido sobre una población cristiana-vieja (Alhama, Librilla,...), pero la mayor parte han retenido, atraído y protegido con mayor o menor eficacia a la población mudéjar.

Así, en la época moderna, el régimen señorial está ligado al problema morisco en Murcia; en segundo lugar el gran señorío de Mula, que se puede comparar con el de Jumilla, constituye un vestigio del máximo avance feudal en la región durante el siglo XV. Debido a la extensión y al poblamiento de los dos municipios citados, la cuestión señorial se platea en ellos en términos peculiares; en tercer lugar los señoríos formados en la época moderna, favorecidos por la “venta de vasallos” a la que procedió la Monarquía de los Austrias. Los casos de compras de jurisdicción sobre una aglomeración ya constituida (provista o no de autonomía municipal) son raros. Lo que se encuentra con más frecuencia son simples dominios agrícolas erigidos en señoríos jurisdiccionales (poder judicial, policial, territorial y de cobro de tributos) de manera pasajera o durable. Pero el mayor de los casos, se trata de empresas de colonización realizadas sobre una base de donar la posesión al colono y mantener la propiedad (señoríos solariegos) y cuyos promotores obtienen, cuando la ocasión lo permite, el título señorial. Un ejemplo del primero sería el señorío de Cotillas, del segundo el señorío de Mula y del tercero el señorío de Beniel.

Entre los siglos XVI y XVIII, estos señoríos fueron objeto de un cuestionamiento constante, cuestionamiento que fue casi siempre la demanda judicial de reversión a la Corona. Los que se levantan en estos siglos contra sus señores no son en general los campesinos, siempre en los límites de subsistencia (ya que no tienen los medios de financiar largos pleitos) como nos ha hecho creer la propaganda liberal y marxista posterior, sino más bien labradores acomodados y, sobre todo, oligarcas locales (el caso de la oligarquía muleña) o grandes propietarios forasteros. Es decir, los que reclaman la dirección de los asuntos municipales y la seguridad de sus inversiones agrícolas; unos privilegiados o que aspiran a serlo que se rebelan contra otros privilegiados concurrentes, los señores. Las demandas judiciales, pleitos caros y muy largos, de incorporación a la Corona no tienen un móvil distinto a las reivindicaciones de autonomía municipal, asegurada de hecho que no de derecho, de conseguir ser un municipio de realengo porque el rey es un señor pero lejano y, por tanto, de hecho, jamás interfería en los asuntos municipales al contrario que el señor local siempre interviniendo en dichos asuntos.

Por tanto, no existe una lucha de clases sino una lucha por el control de la jurisdicción municipal de la misma clase de privilegiados pero con intereses contrapuestos: los señores que su fuente principal de riqueza es la tributación por el derecho de pastos del mundo ganadero y mantienen una prohibición municipal de roturar tierras para la agricultura, y los oligarcas agrícolas que desean ese control para lo contrario, es decir, permitir la roturación de pastizales para el cultivo en contra de los intereses ganaderos. Así, la lucha política municipal en la Edad Media y en la Edad Moderna será un enfrentamiento entre ricos ganaderos y ricos agricultores por el control de algo tan simple pero lucrativo como dar licencia o no de roturar tierras; como la lucha política municipal de la Edad Contemporánea es el enfrentamiento entre distintos grupos de constructores por el control de algo tan simple pero lucrativo (que se lo digan al señor Jesús Gil) como la potestad de dar licencia o no de construcción y dar o no la recalificación de suelo.

Lo que se disputa no es el modo de organización de la sociedad, sino más bien la repartición personal, familiar, raramente social, de los poderes en el interior de un marco inatacable.

Una vez desaparecidas las causas de la inseguridad que reinaba en el siglo XV, a saber, la frontera militar con el Reino de Aragón y la frontera militar con el Reino de Granada, por la unión política del Reino de Castilla y del Reino de Aragón y por la conquista por ambos del Reino de Granada, no por ello la violencia natural de una sociedad de frontera, con un fuerte componente militar y pastoril desapareció instantáneamente. Por esta razón, Murcia guardará en el resto de España una imagen dudosa, alimentada por los refranes que ya se sabe.

Este clima de inseguridad permanente seguirá dominando la época moderna por tres motivos: un bandolerismo endémico, agravado por períodos de dificultades económicas debidas a los azares climáticos, escasez de agua, dimensiones desmesuradas de los municipios y por las crisis del aparato estatal frecuentes. El segundo motivo es las ya referidas luchas de facciones en el interior de cada una de las comunidades por la conquista y el ejercicio el poder municipal. Y el tercer motivo es la puesta en entredicho del régimen señorial allá donde está establecido (la mitad del territorio regional).
 

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El régimen señorial en Mula arranca del 29 de septiembre de 1430, cuando Alonso Yáñez Fajardo, Adelantado del Reino de Murcia, era jurado por el Concejo de Mula como su señor. Dos semanas antes, el Rey de Castilla Juan II le había concedido el señorío de la Villa de Mula “...por los buenos y leales servicios que había hecho, especialmente por los servicios que le hizo en la guerra contra el Rey de Aragón...”.

Esto nos cuenta Guy Lemeunier en su libro ya citado, para simbolizar el principio de una de las relaciones más traumáticas entre un Concejo Municipal fuerte (una burguesía muy rica) y un Señor feudal (un militar “recomendado” del Rey castellano Juan II). Si alguien pensó alguna vez que los conflictos entre burgueses ricos y militares con suerte (nobles) data sólo de la época de la Revolución Francesa, entonces que consulte la historia de Mula, Alhama, Librilla o Cartagena con respecto a los Fajardo. Y si alguien pensó alguna vez en que el poder político viene del pueblo, entonces que consulte dicha historia local para entender la relación absoluta que existe entre poder económico y poder político.

Tras la toma de posesión de Alonso Yáñez Fajardo, tanto el rey castellano Enrique IV, en enero de 1456, como los reyes de Castilla y Aragón juntos (unidos en matrimonio), en octubre de 1480, confirmaron los privilegios de la Villa de Mula, según lo dispuesto en el Fuero de Córdoba, que concede al Concejo Municipal la potestad de elegir en la fiesta de San Juan, los oficios del concejo y sus cargos rectores sin que el Adelantado mostrase oposición alguna.

La Villa de Mula habría sido regida por un colegio ancho, en el que los miembros se sucedían por rotación anual. Se encuentra un sistema parecido en vigor en la capital regional entre la reforma municipal de 1399 y la institución de los regimientos vitalicios con Juan II. Y en Lorca, hasta 1490.

El establecimiento de tal colegio representaba en Murcia un intento de extender la base política de la institución municipal más allá del pequeño grupo de linajes preeminentes. Y se sabe que su desaparición corresponde, en las dos principales ciudades del Reino de Murcia, a un reforzamiento de la oligarquía.

También en Mula todo cambió hacia 1470 cuando un vecino de ella llamado Juan de Leiva pidió que los oficios se escogieran entre los más capaces de la villa y no entre “los treinta y seis individuos”. “Se le hizo caso y desde ese momento se hizo así...”. A partir de ese momento, rota la unidad de la oligarquía dominante (los treinta y seis individuos), los señores de Mula se aprovecharán para colocar al frente de los cargos municipales a personas de su confianza hasta llegar a 1510 al copo total del Ayuntamiento. Un ejemplo vivo de como una petición de un ciudadano honrado y con aparente buenas intenciones de elegir a los más capaces puede tener alguien detrás sin tan buenas intenciones.

Es posible que el Señor se haya aprovechado de la desunión de la oligarquía y de la constitución de un partido favorable a la extensión de su poder. No obstante un movimiento de resistencia se dibuja. Ya en 1480, el concejo envía a Diego de Leiva a quejarse de los nombramientos realizados en la villa ante el Señor a lo que le responde que “vuestros buenos usos y costumbres en el elegir vuestros oficios en el concejo de esta villa están por mi guardados...”.

Pero a pesar de su respuesta de que no interviene en dicha elección, la intrusión señorial (como todos los “señores” actuan en la sombra) se precisa: en 1495, el doctor Fontes, designado como alcalde mayor, comienza a inmiscuirse en los asuntos de los alcaldes ordinarios, los cuales siempre habían impartido justicia (eran los jueces de primera instancia del momento, ahora ese poder es competencia del Ministerio de Justicia). Pronto, Don Pedro Fajardo y primer Marqués de los Vélez, procede a vender los cargos municipales. Así, Cristóbal Guillén, testigo en el pleito marquesal, dice que Fernando Saavedra y Carlos de Salas compraron respectivamente los de alguacil y escribano del concejo, por 10.000 y 15.000 maravedíes. A la vez señala que ya Don Juan Chacón había nombrado regidor perpetuo al alcalde de la fortaleza de Mula, Gastón Matute.

Otro factor viene a favorecer al Señor: durante los años que van desde 1400 a 1492, Mula era una villa fronteriza constantemente sometida a la amenaza de las incursiones de saqueo de los granadinos. Por ejemplo, la incursión de saqueo de los granadinos contra Cieza en 1477 todavía atraviesa su término municipal. Ello conlleva tal inseguridad que la agricultura no puede extenderse sin peligro más allá de una estrecha zona de huerta situada más abajo del núcleo urbano, en las cercanías de las murallas de Mula.

Ciertamente, este condicionamiento militar no desaparecerá con la Edad Media, seguirá hasta el corazón de la época moderna. En esta época, con la conquista de Granada, la amenaza se aleja del término municipal y aprovechando unos buenos años de lluvia y una tierras muy abonadas por el ganado, la explosión agrícola se extiende rápidamente en los campos de alrededor. Esta nueva fuente de riqueza dispara la inmigración que engruesa el núcleo urbano. Se desarrolla un pequeño campesinado y un artesanado que debe abastecer las demandas locales en progresión y, lo que importa a nuestro asunto, enriquece aún más a los principales linajes oligárquicos, riqueza con la que podrán pleitear de nuevo contra el Señor e intentar recuperar el poder municipal perdido.
 

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El acontecimiento decisivo del que procede la anomalía demográfica murciana es la conquista castellana del reino musulmán de Murcia entre los años 1243 y 1266. Mientras antes la región se encontraba integrada en los circuitos económicos del mundo árabe, en adelante queda incorporada a la Europa cristiana como una periferia. Y esta situación de dependencia impedirá durante cuatro siglos la recuperación demográfica y, por tanto, económica, a la que tenía cuando pertenecía a la órbita musulmana. En resumidas cuentas, la “Reconquista” para Murcia supuso la ruina total, tanto demográfica como económica. Supuso el paso de una región rica y próspera a una región arruinada y desértica demográficamente hablando.

De 1266 hasta 1492 es sólo frontera militar, desde 1492 hasta 1780 es sólo proveedora de materias primas fundamentalmente del mordiente para tintar la lana, lana y seda. Y a partir de 1780, con la importación de tejido de seda de China y los paños ingleses de lana, se convierte sólo en reservorio de mano de obra encaminada a Cataluña y a Argel.

La región murciana va a vaciarse bruscamente de población y, entre 1250 y 1700, se convierte, como ya se ha dicho, en un desierto humano. Casi medio milenio de abandono no pasan sin dejar su huella. Dicho de otro modo, entre 1243 y 1266, una sociedad próspera, la de la Murcia musulmana, es herida de muerte y sobre sus ruinas se establecen las bases de una sociedad nueva. Aunque el nuevo organismo esté destinado a vegetar hasta bien estrada la época moderna, su desarrollo tardío solo podrá operarse en el interior de los cuadros impuestos en 1266: aún hoy se siente su presencia.

En la Murcia musulmana no sólo existía una densidad alta de habitantes en las principales zonas de regadío (Segura, Guadalentín y río Mula), sino que fuera de las grandes aglomeraciones (Murcia, Cartagena, Lorca, Cehegín, Caravaca) se daba un poblamiento disperso en pueblecitos (alquerías) tanto en los secanos como en las sierras del noroeste.

La Murcia musulmana favoreció una orientalización de los cultivos de regadío por la introducción de ciertos cereales (arroz), hortalizas (alcachofas) y árboles frutales (albaricoqueros). Los campos fueron destinados, por una parte, al cultivo de los cereales, trigo y cebada principalmente (como en el campo de Lorca) y, por otra, a pastos para el ganado. Las ciudades musulmanas de la región son conocidas por su artesanado textil que empleaba la seda andaluza y las lanas locales. Así, tanto por sus productos agrícolas como por su artesanado, la Murcia musulmana participa de las grandes corrientes económicas que recorren el mundo musulmán: eje sur-norte que drena hacia el Mediterráneo y Andalucía el oro africano; eje este-oeste del tráfico de tejidos y armas.

En la Murcia musulmana coexisten la centralización administrativa (obstáculo a la formación de una clase dominante independiente del Estado) y las comunidades campesinas que disponen de sus tierras, típica del modo de producción asiático (modo de producción resucitado en Asia, Europa y en una isla del Caribe, en el siglo XX, por los comunistas).

El poder municipal musulmán estaba dirigido por la “madina”, capital a la vez artesanal, política y cultural. Alrededor de ella, una constelación de alquerías o pueblecitos de campesinos propietarios, con restos de organización clánica, revelada por los topónimos gentilicios de la huerta: Beniaján, Beniel... todos dirigidos por un consejo de ancianos. La “madina” monopoliza la función de mercado tanto para los intercambios locales como para la comercialización a larga distancia de los productos de la huerta o del artesanado urbano.

La riqueza del Estado administrada por la monarquía hudita en estos últimos años de la Murcia musulmana procedía a la vez de los impuestos rurales y de las tasas que gravaban los intercambios (como pueden ver, el IVA no es nada nuevo), sobre todo los implicados en el gran comercio. La clase dominante no existe y no subsiste más que en función de sus relaciones con el Estado, que le asegura ingresos directos, los beneficios del arrendamiento de los impuestos y el disfrute de las quintas de recreo y grandes explotaciones situadas en el límite entre el regadío y el secano.

El punto débil de esta Murcia musulmana es su organización militar. Mientras que la actividad guerrera estructura la sociedad feudal cristiana (paradójicamente), la defensa del reino musulmán de Murcia se confía a mercenarios pagados por el tesoro o se asegura por medio de tributos pagados a los cristianos. Pero los mercenarios, casi siempre africanos, se mezclan peligrosamente en el juego político local. Y los cristianos aumentan sus ingresos por medio del botín que les producen las incursiones o intentan sin cesar elevar el montante de esos tributos. Llega un momento en que la conquista y la explotación directa les parecen más ventajosas... y con ello arruinaron para medio milenio nuestro territorio.
 

4


Dicen María Teresa Pérez Picazo y Guy Lemeunier en su libro “El proceso de modernización de la Región Murciana” que el problema es que en Murcia el mecanismo de reconquista condujo a un fracaso: la masa humana a explotar (los moriscos murcianos) huye y los conquistadores se encuentran en medio de un desierto.

¿Qué razones orientaron a este esfuerzo militar de la Corona de Castilla hacia la región murciana? El esfuerzo obstinado de la Monarquía castellana en dirección a Murcia correspondió a tres objetivos:
1) Asegurarse un puerto en el Mediterráneo occidental, dentro de una perspectiva de expansión comercial, pero también militar hacia el norte de África.
2) Cortar a la Corona de Aragón el contacto terrestre con el mundo islámico peninsular, privándole así de toda posibilidad de extensión futura hacia Granada.
3) Y, por último, monopolizar la explotación político y militar del reino musulmán de Granada (incursiones de pillaje, tributos) y dominar el punto de salida de la ruta del oro y de los esclavos.

El período de protectorado de la Corona de Castilla sobre el reino hudita de la Murcia musulmana, inaugurado por el tratado de Alcaraz en 1243, desemboca en un desastre: los hispanomusulmanes de Murcia se rebelan contra las tropas “protectoras” castellanas en 1266, con la represión posterior y el éxodo masivo de la población musulmana hacia el reino de Granada y África del Norte.

Sobre este país murciano vacío, Castilla es incapaz de mantener su dominio exclusivo. La presión aragonesa es tan fuerte que concluirá con el reparto del anterior reino hudita. Toda la parte oriental de la región (Bajo Segura, Val de Elda, Huerta de Alicante) pasa bajo el control aragonés que dividirá artificialmente una unidad física como es el valle del Segura hasta el presente. La antigua Cora de Tudmir, partida en dos en su sector vital (la región murciana), no constituirá jamás una nueva unidad regional de primer rango en el interior de la España cristiana. Las dos zonas se individualizaron rápidamente, en gran parte debido a la lengua (motivo principal también por el que no se ha podido en la Constitución de 1978 volver a la unidad regional del valle del Segura, como hubiera sido de desear) pero también por las instituciones implantadas a uno y otro lado de la nueva frontera.

Según las tradiciones de cada Corona, en la parte aragonesa de la región dominará el régimen señorial, y en la otra parte de la región dominará la institución tan típicamente castellana que es el Concejo municipal. En la zona aragonesa, las ciudades grandes permanecieron bajo el dominio real, mientras que el control y explotación de la población campesina se confió a los señores, sobre todo a los laicos. Por el contrario, en la parte castellana de Murcia, las tierras se repartieron a los pobladores en cantidad proporcional a su calidad y se les dio una estructura política, el Concejo municipal, y una organización jurídica basada en el fuero. Desde entonces, a diferencia del reino de Valencia desmigajado en pequeños señoríos, el reino de Murcia aparece como una tierra de inmensos municipios: Murcia, Cartagena, Lorca, Mula,... El régimen señorial no figura aquí más que marginalmente de la organización municipal dominante.

Esta diferencia explica, en gran parte, la decisión masiva y opuesta tomada por los hispanomusulmanes de Valencia y Murcia. En Valencia los señores, conscientes de sus intereses intentaron retener a los hispanomusulmanes, mientras que en Murcia el aflujo de poblamiento cristiano hacia los municipios reales los expulsó. El predominio del régimen municipal en Murcia constituyó para los musulmanes un elemento repulsivo. Por el contrario, en los pocos sectores señorializados de Murcia se mantuvieron núcleos de población mudéjar.

Si Murcia se vacía tan rápidamente de su población después de la represión por el levantamiento, se debe en gran parte a que Granada constituye una zona de acogida muy próxima: las excavaciones del Cerro del Castillo en Cieza permiten deducir la existencia de una emigración a Granada en masa. Pero, por otra parte, la región no consigue sustituir a la población hispanomusulmana huida a Granada y África con población cristiana, lo que se debe en parte a las condiciones naturales y aún más a la persistencia del foco disidente de Granada, como amenaza permanente generadora de inseguridad. Es esta detención de la Reconquista durante casi tres siglos lo que supondrá un drama de la historia murciana y la hipoteca que prolonga el traumatismo de la Reconquista e impide a la región recuperarse económicamente. Por tanto, les fue forzoso a los monarcas castellanos llamar a las Órdenes Militares para defender la frontera. Los pueblos abandonados por sus habitantes y sus señores son cedidos a las Órdenes o a los Municipios.

En fin, un siglo después de la “Reconquista” castellana, el reino de Murcia no es otra cosa que un archipiélago de castillos perdidos en el monte, pero al que es preciso mantener pensando en el porvenir. La única ciudad digna de este nombre es la capital, a donde ha sido necesario transferir la sede episcopal de Cartagena, demasiado expuesta, y reducida a 300 habitantes (comerciantes, pescadores y piratas). Muy por detrás de la capital, la única aglomeración es Lorca. Todos los demás núcleos, pequeñísimos, son aldeas amuralladas en lo alto de un cerro del tipo Yecla, Jumilla, Aledo o pequeños burgos adosados a una fortaleza en una pendiente, como el propio Lorca, Mula y Caravaca. Y los pocos mudéjares que se han atrevido a quedarse se agrupan en el centro del reino, en las huertas secundarias: comarcas del río Mula, Vega de Molina y Valle de Ricote. Fuera de estos puntos sólo hay castillos o simples torres que dominan las ruinas de habitaciones y construcciones agrícolas, y que recuerdan el emplazamiento de los pueblos abandonados.
 

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La ruina económica y demográfica de la región, cuyas causas analizamos en la parte anterior, supone siempre caer en la autosuficiencia económica (como la ruina económica posterior a la Guerra Civil supuso la autosuficiencia económica hasta el acuerdo económico con EEUU en 1953).

Esta autosuficiencia o ruina se organizó de la siguiente forma: las guarniciones militares protegen a los campesinos y a los pastores, y en contraprestación todos ellos trabajan para satisfacer sus propias necesidades y la de la clase militar, además de los impuestos reales. Así, las huertas de la época se consagran esencialmente a los cereales, a la vid y a las plantas textiles. El monte provee de unos recursos complementarios. La despoblación dio lugar a una reducción de las superficies cultivadas y, por consecuencia, a una reconstitución del tapiz vegetal y de la fauna, con las ventajas consiguientes: proliferación de la caza mayor, que permite mejorar la dieta cárnica; mejores posibilidades de explotación forestal para la madera de construcción, la leña y el carbón. Estas inmensas extensiones no cultivadas por abandono y dotadas de una flora diversificada son el lugar ideal para el desarrollo de la apicultura (recolección de la miel salvaje primero, crianza de abejas domésticas después), que constituirá hasta el siglo XVIII una importante fuente de riqueza para la región.

La forma de economía que mejor se adapta a la coyuntura que atraviesa la región murciana en esta época de ruina es evidentemente el pastoralismo. En primer lugar, la crianza local de ovejas y cabras, que aprovechan según la estación las diferentes alturas en el interior de un mismo municipio (Mula, Lorca) o emprenden migraciones a corta o larga distancia (de Moratalla al Bajo Segura, de Yeste a Lorca). Pero, sobre todo, destaca la presencia de los grandes rebaños transhumantes: la conquista castellana es prácticamente contemporánea de la formación de la Mesta (1273). Gracias a la anexión del Reino de Murcia, los rebaños de la Mancha y de la Serranía de Cuenca pueden buscar pastos de invierno en la proximidad del Mediterráneo.

Los ganados murcianos participan de manera modesta en el gran movimiento de la Mesta, pero el descenso anual de ovejas castellanas alimenta las tesorerías locales: recaudadores del Rey, señores, comendadores de la Órdenes Militares y Concejos municipales, bajo diversos tributos, todos ellos derechos de paso y de acceso a los pastos. A la agricultura, ganadería y diversas formas de cosecha natural es preciso añadir el sector de economía de guerra: artesanado de armamento, subvencionado por las municipalidades, percepción del botín, tráfico de esclavos, operaciones sobre los rescates, particularmente en las zonas más expuestas como Lorca y Cartagena. Por ejemplo, si el peligro impide la explotación agrícola del campo de Lorca, la ciudad vive por y para la guerra: pese a las quejas continuas de los lorquinos, existen motivos para pensar que los campesinos musulmanes de Vera y del Almanzora tenían más que perder de las hostilidades que sus terribles vecinos cristianos.

A la despoblación de origen político-militar del siglo XIII se le suma el surgimiento de la peste negra desde 1348, que en 1395 se llevará a la mitad de la población de la capital de la región. Con esta epidemia se toca fondo, quedándose toda la región con 15.000 habitantes solamente. A partir de esta fecha empieza la recuperación de la población que llegará a doblarse en la época de Enrique IV. Así, las cartas de poblamiento bajo nombres diversos como cartas-pueblas, ordenanzas y repartimientos se multiplican: Calasparra en 1414, La Puebla de Soto en 1440, Bullas en 1445, Archena en 1462. Su procedencia es la Corona de Aragón. Esta llegada de cristianos es acompañada también de la de musulmanes, traídos de grado o a la fuerza. Las morerías valencianas, sobre todo las de Orihuela, contribuyen a la repoblación de Abanilla y la de Fortuna. Por ejemplo, un tal Sancho González de Arróniz estableció veinte moros en sus tierras de la Ñora, diez cautivos y diez llegados de Aragón, pensando traer otros cuarenta del mismo reino.

Este crecimiento hace posible que en adelante la iniciativa militar tienda a pasar a manos castellanas, aunque con alternativas de éxitos y fracasos. Así, de la ofensiva militar contra el Reino de Granada de 1430 que desemboca en la conquista prematura de Huéscar, Galera y Orce, los cristianos sólo conservan Xiquena y Tirieza. Además, no todas las empresas militares de los granadinos en suelo murciano fracasan como la de los Alporchones en 1452, triunfarán en el saqueo de la Vega Alta del Segura en 1450, triunfarán en los dos pillajes de Cieza en 1448 y 1477, triunfarán en la reducción a cautiverio de toda la población de Feréz.

Pese a todo, la región gana seguridad poco a poco. Al ser menores los riesgos, el agricultor se atreve a labrar más lejos de los recintos fortificados. El poblamiento comienza a romper el aislamiento de los campos: las maniobras enemigas pasan menos desapercibidas y la ayuda mutua entre vecinos constituye la primera forma de defensa mientras llegan refuerzos.

Después de este largo período de contracción, se asiste a una recuperación y, lentamente, a una extensión de los regadíos en relación con la época musulmana. En la huerta de la capital se implantan a mediados de siglo los dos artefactos hidráulicos más grandes, las ruedas de la Ñora y de Alcantarilla.
 

6


En cuanto a la protección de sus pastos, primera fuente de riqueza, los ganaderos locales necesitaban controlar el poder municipal para asegurarse que sólo su ganado lo podía utilizar. En cuanto a la protección de su producción agrícola para asegurarse su venta en su municipio, segunda fuente de riqueza, los agricultores locales necesitaban controlar el poder municipal para asegurarse que sólo sus productos eran los que se podían vender en todo el término municipal. En cuanto a la protección de sus empresas constructoras locales, principal fuente de enriquecimiento hoy en día, los constructores locales necesitan controlar el poder municipal para asegurarse que sólo sus empresas construyen en el término municipal. En mi experiencia personal, encuentro situaciones que así demuestran la relación entre el mundo de la construcción y el poder municipal. Como históricamente existe esa misma relación entre los ganaderos y, luego, los agricultores y el poder municipal, intención de demostrarlo que guía esta serie de artículos.

El siglo XV supuso para la región murciana una recuperación vigorosa, como siguen diciendo en su libro ya citado, Pérez Picazo y Lemeunier, a la que es preciso añadir el progreso del artesanado, sobre todo, el textil, en la capital y en los centros secundarios de la región. Ello se relaciona con la coyuntura favorable: aumento de la demanda local, presencia de materias primas, la importación de productos tintóreos (el pastel) por mercaderes italianos y decreto de medidas proteccionistas por las autoridades locales.

Este predominio de las actividades ganaderas y su derivado artesanal textil no impide la existencia de una alta productividad ni, tal vez, un régimen alimenticio más rico que el de épocas anteriores, puesto que es más carnívoro. Tampoco se trata de una economía aislada: las redes comerciales, animadas sobre todo por judíos o genoveses, aseguran un sistema de intercambios absolutamente indispensable. La necesidad de dar salida a los productos de la cosecha natural o del botín y de procurarse cereales y material militar coloca a Murcia en los circuitos del comercio internacional. El espacio regional, que relega la agricultura a las periferias urbanas, es recorrido sin cesar por el comerciante, el pastor, el militar y el bandido, cuyas personalidades y actuaciones están poco diferenciadas.

Por tanto, según la tesis que defienden Pérez Picazo y Lemeunier, no es sorprendente que sobre esta base se haya impuesto un sistema feudal propiamente particular en la región: el del estatuto de la tierra y del agua, y el de las estructuras políticas municipales.

Para comprender el régimen de la tierra en el sistema feudal particular murciano, es indispensable deshacerse de una noción reciente y excepcional en la historia humana: la de propiedad privada, una noción muy reciente de origen “liberal” (o burgués, o privado, o romano, o absoluto, como quieran llamarla); para la época que narramos es más correcta la noción de derecho. El régimen de tenencia de la tierra y el del agua se caracteriza por una superposición de derechos del rey, del señor o comendador, del municipio, de diversos grupos y, por último, de particulares. La pirámide se reduce y el régimen de la tierra se acerca a la propiedad privada en las zonas de cultivo permanente, tanto de secano como de regadío. Pero justamente este sector sufrió una regresión drástica en la baja Edad Media. Por tanto, no solo se contraen las tierras susceptibles de apropiación privada, sino que los derechos insuficientemente consolidados resisten mal a las destrucciones, ataques exteriores, expoliaciones consecutivas a los éxitos y reveses sucesivos de los bandos (la causa principal de que la sociedad basada en la propiedad privada insista hasta la saciedad que la paz social es básica para el desarrollo económico). Concentradas en el fondo de los valles irrigados, sufren las inundaciones de los ríos así como las divagaciones de su curso, que dieran lugar al derecho de aluvión. El principal medio de consolidación de los derechos (no de la propiedad privada) sobre la tierra es precisamente la extensión de la propiedad feudal por medio del censo, la amortización y muy pronto los mayorazgos. Mientras tanto, la propiedad privada, aún limitada al dominio útil, es reducida y además parcial.

Por el contrario, una de las características del sistema social murciano es la potencia de los usos colectivos de los dominios claves: el hidráulico y la economía silvo-pastoril. Los derechos sobre la tierra encuentran su repetición simétrica en el caso del agua. Pero la instancia decisiva en la materia es la autoridad política local, municipal generalmente, y excepcionalmente señorial. Es la autoridad política local la que reglamenta los derechos de uso de los regantes allí donde los derechos de la tierra implica los del agua, como en la zona del Segura; o de los dueños de agua, allí donde los derechos hidráulicos son distintos a los de la tierra, es decir, fuera de dicha zona.

En cuanto a la economía silvo-pastoril, que retrasa la apropiación privada de la tierra, favorece los derechos colectivos.

Como cualquier otro Concejo municipal castellano, el murciano saca su fuerza política de su papel de regulador obligatorio de la vida local: necesidad de la defensa, organización de los intercambios, control del artesanado, definición de la política hidráulica, reglamentación agraria, en particular, la fijación de las normas de utilización de las tierras no cultivadas mayoritarias.
 

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Entre 1780 y 1820 empieza el proceso de desaparición del poder local, sea municipal o señorial, como único poder político de referencia. Desapareciendo totalmente el poder local señorial y manteniéndose el poder local municipal, pero con unas competencias mínimas y siempre por delegación del poder estatal nacional.

Por un lado, la estructura feudal de la propiedad aparece convertida en un eficaz agente de bloqueo del sistema económico de conjunto. Por otro, tanto el señorío como el municipio de realengo empiezan a generar la oposición de grupos de población progresivamente más importantes.

Pese a todo, la situación conflictiva que ello hubiera podido desencadenar resultó frenada dada la ausencia de resistencia tenaz por parte de los detentadores del poder local señorial y de los detentadores del poder local municipal. Unos y otros habían aceptado el cambio experimentado en la composición de las rentas de 1700 a 1780, dentro de las cuales las de tipo feudal se habían desvalorizado y habían sido reemplazadas por las procedentes de la tierra. Las clases dominantes murcianas, como las de todo el país, concluyen la evolución volcándose totalmente sobre la tierra, lo que implicaba la conversión de ésta en un bien libre si se desea maximizar los beneficios. El poder municipal, en adelante, ya no debe servir para salvaguardar los derechos colectivos sobre los pastos y demás bienes del término municipal (época ganadera del poder municipal); la misión del poder municipal ahora consistirá en garantizar la propiedad privada de las tierras (época agrícola del poder municipal).

La transición se realiza con una dosis de violencia mucho menor en la región murciana que en las regiones vecinas de Valencia y Andalucía. Pero esta menor violencia que a primera vista aparece como un factor positivo, a la larga no lo fue tanto. La ausencia de una dicotomía clara y tajante entre propietarios y jornaleros como en Andalucía o la de señores y campesinos como en Valencia, retrasó en Murcia la toma de conciencia de la situación existente por la mayor parte del cuerpo social murciano. Por tanto, las clases dominantes pudieron seguir cultivando la nebulosa doctrina del “paternalismo” y manteniendo su sólida posición. Este desconocimiento de la exacta dimensión del dominio que sufría, no constituía un buen punto de partida para liberarse de él. El lento y doloroso tránsito del campesinado español de 1800 hacia la producción mercantil sería en la región murciana menos conflictivo que en cualquier otra zona peninsular (es decir, el paso de la producción de “bienes” a la producción de “riqueza”, o lo que es lo mismo, el tránsito de la producción de bienes útiles para tu familia y para pagar los distintos tributos a la producción de excedentes inútiles para tu familia pero muy útiles para el comerciante; lo que en la práctica equivaldrá a pasar de trabajar unas horas al día para uno mismo y los tributos a tener que trabajar de sol a sol y para otro, de ahí que este tránsito organizado por los comerciantes liberales supusiera cuatro guerras civiles en cien años: las llamadas guerras carlistas en el siglo pasado y la Guerra Civil Española en este siglo).

El ataque al conjunto de normas jurídicas que constituyen los cimientos sobre los que se asientan la propiedad feudal, fue uno de los objetivos prioritarios de la revolución de los comerciantes liberales. Ya en las Cortes de Cádiz se dieron los primeros pasos en este sentido con la promulgación de los decretos de 1811 sobre disolución de señoríos, libre cercado, contratos agrícolas, etc. Después, durante el Trienio Liberal, tendría lugar la elaboración de la Ley desvinculadora de 1820. Los altibajos de la vida política impidieron que el proceso se consolidara, pero desde 1834 su avance será imparable: 1836, desamortización; 1837 y 1841, leyes definitivas sobre la abolición de señoríos y de abolición de mayorazgos. A través de este conjunto de disposiciones legales, la tierra se convierte en un bien libre poseído a título individual y se instala sobre ella unas relaciones de producción dominadas por los comerciantes.

Lo que realmente interesa para esta serie de artículos es lo que cambió el poder municipal después de llevarse a cabo este proceso y sus repercusiones en cada municipio de la región murciana. Es decir, si se produjo un trasiego importante de tierras, a qué velocidad y qué grupos sociales resultaron beneficiados, es decir, cómo los comerciantes invirtieron en tierras y cómo ello les llevó a interesarse por luchar por el control del poder municipal por ser este poder el competente para cobro de tributos por la tenencia de las mismas y por su competencia en controlar los riegos, importantísima cuestión en una tierra tan seca como la murciana.

Como muy bien lo define en este trabajo, resumido en estos artículos, sus autores ya citados, se trata, pues, de averiguar el impacto ejercido por la revolución de los comerciantes liberales sobre las estructuras agrarias murcianas. La cuestión es importante, porque dada la situación económica esencialmente agrícola de la región, todo el proceso de incorporación al sistema de producción comercial de las tierras de la región murciana resultará profundamente influido por la incidencia de esta serie de transformaciones en la agricultura. Las cartas del juego económico se reparten de nuevo entre los jugadores.
 

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El Estado Liberal elimina las jurisdicciones locales tanto señoriales como municipales: las jurisdicciones pasan al gobierno nacional; desaparece el gobierno local señorial y al gobierno local municipal: sólo le dejan competencias administrativas.

El Decreto de 6 de Agosto de 1811 se aplicó ajustándose a tres principios fundamentales del nuevo Estado Liberal: en primer lugar, el Estado recaba para sí todas las jurisdicciones (milicia, justicia, hacienda, etc...) y los derechos implícitos a dichas jurisdicciones. En segundo lugar, los señoríos territoriales o solariegos pasan a propiedad privada de sus poseedores (así, el Duque de Alba, por ejemplo, pasa a poseer 60.000 hectáreas, que en 1935 se las expropia el Gobierno del Frente Popular de la II República y ya conocen la reacción del Duque de Alba ante la expropiación: promover el “Alzamiento Nacional”, junto a otros muchos expropiados).

Por último, el problema de determinar a qué clase pertenece el señorío, si a la jurisdiccional que revierte en el Estado, o territorial que revierte en el poseedor convirtiéndose en propiedad privada. No se ventila como enfrentamiento entre la Corona y la nobleza, sino que se traspasa a la instancia entre nobleza señorial y municipio afectado por ella. El Estado, en teoría, permanece como árbitro. Para ello, los “señores” deberán presentar los títulos en que se fundamenta el señorío territorial, correspondiendo a los municipios demostrar que sólo era jurisdiccional (si ése es el caso) y, que, por tanto, las tierras a él adjudicadas proceden del despojo de Propios y Comunes. En estos enfrentamientos radica la causa de los pleitos de señorío.

El Decreto sería anulado en 1814, al producirse la vuelta al absolutismo y repuesto entre 1820-23 o Trienio Liberal, pero introduciendo una disposición nueva: se declaran propiedad privada aquellos señoríos que, siendo en principio territoriales, no estaban pendientes de juicios de reversión a la Corona. La escasa vigencia del régimen liberal impidió la puesta en vigor de esta Ley, paralizándose de nuevo el proceso de disolución de los señoríos entre 1824 y 1833. Por fin, el 26 de Agosto de 1837 se promulga la disposición definitiva, que difería mucho de las anteriores. En su redacción, la presentación de títulos no sería necesaria y sólo lo sería en los municipios donde el señor hubiese detentado a la vez el señorío jurisdiccional y el territorial. Disposición políticamente hábil, puesto que sería aceptada incluso por los absolutistas y por los señores. La gran ganadora sería la nobleza, que perdía una pequeña parte de sus derechos (los jurisdiccionales, que se centralizarán en el gobierno de la nación), a cambio de conservar casi todos sus bienes. Todo el mundo contento, los comerciantes liberales consiguen lo que querían, esto es, los derechos jurisdiccionales, y los señores se quedan con los derechos que no estarían dispuestos a ceder sin llegar a la guerra, esto es, los derechos territoriales sobre la tierra, el agua, los pastos, etc... que cien años después se les piden que renuncien a ellos y, efectivamente, no estaban dispuestos a renunciar a esos derechos territoriales, llevándonos a la guerra más cruel que esta península haya sufrido, la Guerra Civil española.

En estos pleitos, ni las Cortes ni los Tribunales de Justicia fueron capaces de arbitrar equitativamente. La interpenetración de los señoríos territoriales con los jurisdiccionales y la abundancia de casos particulares dieron lugar a un número creciente de situaciones conflictivas. Pero, en este punto, la nobleza poseía una fuerza mucho mayor que los municipios por su peso en los Tribunales, la conservación de los archivos familiares y la abundancia de medios de toda clase. Por ello, los señores saldrían vencedores en la mayoría de los pleitos, conservando sus derechos o transformándolos en “territoriales”.

Una vez convertidos en propiedad particular, los señoríos pierden su viejo carácter y se integran dentro del nuevo orden liberal con su respeto a la propiedad como un derecho sagrado e inalienable. Lo mismo da que se trate de tierras (caso andaluz) que de aguas (caso murciano). En este último caso, en Cotillas o en Ceutí, aunque los colonos o campesinos los consideran supervivencias jurisdiccionales, los señores impondrán su criterio de que se trata solamente de cláusulas contractuales de libre propiedad entre propietarios y colonos. Debido a ello, en los pueblos citados y muchos sitios más, los señores siguieron percibiendo sus “derechos” en una época en la que todo el mundo pensaba que iban a ser anulados. Así, el manejo que se había hecho de convertir el señorío en propiedad privada plena, desconociendo el carácter de la propiedad feudal como superposición de derechos sobre el mismo bien. Con ello se perjudicaron los legítimos títulos del campesinado, que sería la víctima del proceso, tan consciente de lo que había perdido, que insisto, pediría esos derechos usurpados durante cuatro guerras civiles.

En Mula y Alhama, el Marqués de Villafranca y de los Vélez poseía una cantidad importantes de aguas y 188 fanegas de regadío en el Azaraque y la mayor parte de las “corrientes” de esta balsa construida en sus propias tierras. Nada más conocerse el Decreto de 1811, el Ayuntamiento de Mula elevó una reclamación al Juzgado reclamando la libre disponibilidad del agua que el Marqués detentaba, alegando que no eran de posesión originaria, sino que se las había atribuido “por desmesurado poder y no por legitimidad”, en la época en que hacía y deshacía en el Ayuntamiento. En Alhama se conoce el texto del Decreto de 1811 en plena epidemia de fiebre amarilla, a consecuencia de la cual habían fallecido casi todos los Regidores. Los tres supervivientes y el Alcalde Mayor reunidos en el Cortijo llamado de Falces, celebraron la liberación del “yugo feudal” con un entusiasmo que aún vibra en el Libro de las Actas Capitulares de Alhama. En Alhama no se encuentra ningún intento de recuperar las aguas como en Mula: se conforman con la reversión a la Corona de la posesión de las aguas que corren por Alhama, que esta vez es definitiva, pues el retorno del absolutismo no implicó la recuperación de la jurisdicción señorial. Sin embargo, la presencia en Alhama de las propiedades del Marqués será una fuente continua de problemas: en 1820 el gobierno constitucional descubre que el Marqués se había negado a abonar las contribuciones, por lo que debía al Ayuntamiento de Alhama 9000 reales. Además, su administrador se oponía a participar en los repartos de dinero a pagar para las limpiezas de los cauces y cañerías. En 1834, se opuso terminantemente a respetar el viejo gravamen según el cual tenía la obligación de echar sus aguas a la rambla en primavera y otoño para que arrastrasen los restos de las limpiezas. Los roces y pleitos seguirán durante todo el siglo. Así, en Alhama, Molina, Librilla y Mula los problemas desaparecen con la incorporación definitiva en 1837 a la Corona y sólo subsisten, como hemos visto, las querellas con su antiguo señor en tanto que propietario privado.
 
 

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Actualización: 27/02/2006